viernes, 26 de junio de 2009

"El final de una nana", de Andrea Subirá (Primer Premio Narrativa Bachillerato)

EL FINAL DE UNA NANA

Si pudieras conocer el destino, todo lo que ha ocurrido y lo que aún está por venir; ¿cómo te sentirías?

Hace mucho tiempo, nació un muchacho capaz de alcanzar las hebras que el destino tejía. Sólo tenía que colocarse ante un libro, abrirlo, y leer. En el momento en el que las letras cruzaban su visión, empezaba a tejerse el tapiz que le permitiría ser conocedor de los más oscuros secretos del porvenir.

Como si fuera un sueño común para todos, las predicciones de ese chico se hacían realidad. ¿Qué es lo que veía? Sólo él lo podía saber. Su secreto fue conocido a lo largo y ancho de todo el mundo y el joven fue arrancado de su vida y obligado a vivir una muy diferente, con el único objetivo de guiar a todas las personas, garantizándoles una vida tranquila y libre de imprevistos; y desvelando los eventos que serían próximos para todos aquéllos que alguna vez le preguntasen.



Morirás a la edad de dieciséis años.

"Y con la ayuda del maestro Lían, hoy también será un día bueno y seguro."

"Basura, todas estas personas no son nada más que basura." Murmuré fijándome en sus estúpidas y ridículas caras, viendo cómo adoraban algo que sólo les va a llevar a su destrucción. ¿Seguirían adorando esta desgracia incluso cuando sea la dictadora sus últimas palabras?, ¿incluso cuando suene la campana anunciando el final de toda una vida echada a perder? Este mundo no es nada más que un montón de sucia basura.

Está nevando. Los ligeros copos de nieve que caen del cielo sumergían el mundo bajo una capa de blanco. Moviéndose como los pétalos de las flores que bailan con el viento en la última primavera, así de frágiles y suaves caen hasta que llegan a la tierra. En la distancia podía ver nubes oscuras avanzando lentamente, engullendo zonas blancas en una sombra leve; pero era casi inapreciable en su reflejo brillante y aparentemente impecable. Cielos más o menos despejados reinaban sobre la ciudad en ese momento, y podía ver algunas estrellas brillando con intensidad en el firmamento y en las aberturas entre las nubes, de un suave matiz escarlata. Una estrella fugaz pasó rápidamente ante mi vista pero ni siquiera me molesté en pedir un deseo. ¿Para qué desear, cuando el destino ha decidido mi futuro por mí, y yo conocía ya mi final? Recuerdo que hace mucho tiempo, cuando era joven e ignorante; alguien me contó que la nieve son las lágrimas de los ángeles, que caen a la tierra desde lo más alto de los cielos empíreos. Pero esto, como mi sonrisa al observar los caprichos del destino, es falso. Echo un vistazo fuera a la nieve que cae, mientras lentamente mi mano se apoya en la parte baja de la ventana. Murmuro silenciosamente ignorando mis temblorosos dedos y el frío amargo del cristal.

"El año que viene ya no estaré aquí. Esta nieve que veo helada en mis ventanas y cayendo del cielo reposará sobre los ojos de mi cuerpo, cerrados eternamente. Nunca más la volveré a ver."



¿Cuántos días quedan ahora? Sé que es menos de un año. No estaré vivo el próximo' invierno. No estaré vivo la próxima vez que nieve.

Puedo sentir mi puño y mis dedos cerrándose mientras contemplo mi propia mortalidad. Ignorando mis pensamientos persistentes miro más allá de las escaleras, hacia la ciudad.

Chispeantes luces de colores medio cubiertas de nieve decoran las calles, alineadas en los marcos de las puertas, los de las ventanas, en los tejados... Por todas partes. Estas personas, esta escoria, están felices e ignorantes, merodeando con expresiones sonrientes y sus bufandas abrigándoles por encima de la nariz. Esta escoria debe de estar disfrutando el día seguro y sin imprevistos que les aseguré esta misma mañana. Están correteando por todos lados, sosteniendo muchos tipos de paquetes, y felicitando a los otros individuos con los que se encuentran...

¿Por qué hay tantas luces brillantes? ¿Y verde, y rojo, y otras muchas decoraciones festivas? Puedo oír música sonando tenuemente desde donde estoy, a través del cristal de mi dormitorio en lo más alto de la catedral. Miro apáticamente mi reflejo mientras me alejo del cristal y doy la espalda a las festividades de la ciudad de abajo. Mis párpados descienden sobre mis ojos mientras la melodía continúa resonando en mi memoria. Recuerdo esa canción.

La puerta de mi habitación se abre. Una voz tímida se oye detrás del marco de la puerta.

"¿Lian? ¿Se encuentra bien? Siento mucho molestarle." Abro mis ojos mientras la veo entrar y cierro la puerta tras ella, silenciosamente. Me sonríe, a pesar de que a través de sus ojos puedo ver que está preocupada y confusa. Está cavilando algo en su mente.

"Aria, acércate." Ignoro su pregunta y hago un gesto hacia la ventana. Veo cómo ella se asoma tras el cristal y hace pasar el brillo de las luces. Sonríe, y por alguna razón me siento menos vacío, menos indiferente con el mundo. Esta extraña alegría... Sonrío en mi fuero interno ante su inocencia, la mente de mi asistenta no sabe absolutamente nada sobre los caprichos del destino. Hace mucho tiempo que decidí mantenerla alejada de esta desgracia, evitar que se convierta en lo mismo que todas esas personas que dependen de mi lectura para vivir. "Aria", le digo. Ella se gira y su largo cabello caoba fluye tras ella mientras me mira, y centra sus ojos escarlata sobre mí. Reparo en ellos y me sorprendo a mí mismo sonriendo mientras hablo. "Quiero que vengas fuera conmigo, es tu tarea como asistenta."

"Sí, ¡por supuesto! Donde quiera que vaya, no me separaré de usted." Ella me sonríe. Su cara resplandeciente me hace sonreír a mí también. Es irónico; sé que ella tiene que venir conmigo y seguir mis órdenes. Después de todo, ella es mi asistenta; y debe acompañarme y evitar a toda costa cualquier situación peligrosa por mi seguridad.

"Está bien, ve a coger tu abrigo y nos marcharemos. Nos reuniremos en la entrada en diez minutos, entendido?"

"Sí, ¡por supuesto! Haré todo lo que usted me pida." Ella se da la vuelta para salir de mi habitación, pero antes de girarse, una expresión confusa aparece pintada en su cara. La ladea levemente cuando dice, "Señorito Lian, fuera... ¿Por qué hay tantas luces?"

Navidad... ¿Cómo podía olvidarlo? Esa canción... ¿Cuándo había sido la última vez que había celebrado la Navidad? Tuvo que ser hace mucho tiempo... Toda esta celebración es basura, como todo este mundo. Familias, amistad, amor... No creo que ni siquiera me acordase de reconocer su existencia el año pasado...

Después de todo; ¿qué es la Navidad sino otro día más para golpearme en la cara con la realidad de una muerte inminente y mi propio final?

La nieve caía con más fuerza, los blancos copos de cristal ganaban en tamaño. Las nubes oscuras se habían cernido sobre la ciudad sumiéndola en sombra, sin embargo, las luces claras y coloridas disipaban las sombras y la nieve bañada en su luz brillaba en el reflejo de muchos de los colores festivos. Podía sentir la helada respiración del viento ondeando entre mi pelo, pellizcando dondequiera que mi piel descubierta estuviera sin cubrir, incluso a través de mis ropajes. Las gotas cristalizadas de agua pura llegaban hasta mis tobillos, casi hasta las rodillas. Podía sentir mi desgraciado cuerpo resistiéndose a funcionar. Pero ignoré sus protestas. "¿Lian, tiene frío?" Miré hacia donde estaba la chica, a mi lado. Sacudí la cabeza y me giré, observando a lo lejos una ventana abierta donde un árbol de navidad permanecía decorado cuidadosamente con luces y ornamentos, encabezado con una estrella. Bajo las largas ramas del abeto había cajas, envueltas en colorido papel festivo coronado con cintas y lazos. Podía ver una familia unida sentada: un padre, una madre, y un niño... Estaban todos acurrucados bajo una cálida manta de lana gozando del calor del fuego, que chisporroteaba.

¿Por qué no soy como ellos? ¿Por qué estoy solo? ¿Por qué no tengo una familia? ¿Por qué?

¿Por qué tuve que convertirme en esto, precisamente yo...?

Recuerdo... celebrar la Navidad... hace mucho tiempo... Recuerdo decorar un viejo y desarreglado árbol, con sus ramas de abeto rompiéndose y cayendo de cualquier lugar donde mis dedos o mangas tocasen la delicada rama. Algunas veces hice adornos arrancando páginas de los viejos libros que los Maestros me dijeron que leyera. Se enfadarían mucho conmigo, pero no me importaba... No lo entendía... Quería ser como las familias que había estado observando desde fuera a través del cristal de las ventanas de la ciudad.

Ahora estaría de pie, vería los cielos claros buscando una sombra, y pidiendo deseos a las estrellas fugaces...

...y solía tocar esa canción... No recuerdo dónde la aprendí, pero la tocaba cada vez que era Navidad... Hasta que...

"¿Lian?" Salí de mi recuerdo y volví al cruel presente. De repente me hice consciente de mis manos temblorosas, expuestas; y de las suyas cerradas firmemente, envolviendo las mías propias. Sus grandes y luminosos ojos vieron a través de los míos, y entonces pude ver la preocupación que en ellos guardaba. Pude sentir su tenso abrazo sobre mis manos desnudas, y ver sus labios fruncidos con preocupación. No le pegaba, no cuando la recordaba bailando alegre entre pétalos que caen, y sus ojos y su cara radiantes a la luz del sol, y su también su preciosa risa resonando a través de los frondosos valles verdes. Le sonreí antes de alejarme de su mirada, y también de la ventana abierta. Murmuré silenciosamente en el viento, mientras cerraba los ojos recordando de nuevo,

"Siento haberte preocupado, Aria. Sólo estaba recordando."

Me miró sin terminar de entenderme.

"Volvamos ya a la catedral, la nieve se está haciendo más espesa."

"Vale, Señorito Lian... "

Volvimos a la catedral, que aún estaba penumbrosa con su silencio y vacío. Las velas habían sido encendidas para darle a la catedral un aspecto más festivo, aunque también para conseguir una decoración menos fría y más agradable, adecuada a ojos de las personas. Mientras, pasaba la mirada por la habitación, fijándome desde el reflejo del manto de nieve en la calle hasta llegar a la penumbra de la catedral.

¿Por qué estoy solo?, ¿Por qué no tengo a nadie?

¿Por qué?

Veo a los maestros detrás mientras van de un lado para otro exclamando palabras incomprensibles para los demás.

Me siento en el suelo sujetando el libro que he tomado de la biblioteca, el sitio que menos me gusta. Siempre estoy solo allí. Allí o en mi habitación, condenado por mi cuerpo débil y decadente. Todos los días me fuerzan a leer innumerables textos, buscando significados, encontrando nuevos sucesos, ignorando mis sentimientos al saber todo lo que ocurre en la tierra, y a su vez, mi propio final... Mis ojos se vuelven borrosos a medida que me esfuerzo para descifrar la escritura a mano, tan minúscula. La pila de libros que tengo detrás es tan alta que casi sobrepasa mi propia altura. No tengo otra cosa que hacer que leer y leer.

Leer hasta que...

Suspiro mientras subo por los empinados peldaños de las escaleras quedándome en las sombras, escondido de la vista de los Maestros y de los curas. Alcanzo mi destino. Mis manos rozan la fría superficie del marco mientras tiro levemente contra la puerta pesada. Mis ligeros, expertos dedos palpan buscando el botón de la luz. Mi mano lo alcanza; sitúo el botón, lo pulso.

La luz se filtra en mi habitación. Echo un pequeño vistazo mientras distingo los muebles de color blanquecino, la ventana por la que solía contemplar el patio, cerrada; la nieve arreciando en el exterior. Mi cama, mi escritorio, muchos papeles ordenados en las estanterías y una gran agenda plagada de horas que debía dedicar a esa estúpida lectura. Una gran responsabilidad que recaía sobre mí, y que yo no había escogido en ningún momento. Al fondo de todo, ese viejo piano que solía tocar aún cuando mis dedos estaban fuertes.

"¿Señorito Lian?" Me giro y sonrío a mi auxiliar personal antes de deslizarme una vez más sobre las antiguas teclas. Mis dedos no están preparados y todavía tiemblan cuando los acomodo sobre éstas, frías. Hago caer unas pocas notas, el principio de la nana que aprendí hace mucho tiempo, cuando todavía era ignorante de mi destino y de mi deber. La nana, como si al contacto consiguiera liberarse de unas cadenas de plata, abandona fácilmente mis dedos a medida que toco más rápido y a mayor volumen. Todavía me acuerdo. Las teclas de marfil son más pesadas de lo que recordaba, seguramente por la antigüedad del teclado o por mi propia debilidad. Mis dedos permanecen inseguros y más débiles que hace todos esos años, pero todavía son capaces de planear sobre el teclado. Las notas, la melodía todavía suena pura como el cristal a pesar de la antigüedad del instrumento. Puedo oír los ecos de la inquietante melodía llenando la habitación, trayéndola a la vida una vez más. Cuando toco por último las notas restantes, escucho unos aplausos detrás de mí y me siento recompensado por una amplia sonrisa.

"Lian, ¡ha sido impresionante! ¿Cómo lo ha hecho?" Ella me sonríe y me siento a mí mismo olvidar que mis dedos tiemblan mientras tomo suavemente su mano derecha. La dirijo a las teclas lisas y coloco sus dedos ligeramente en posición. Ella la mantiene torpemente mientras me mira, confusa pero solícita. Entonces elevo mi mano derecha sobre la de ella, una octava por encima, y comienzo a tocar el principio de la nana lentamente, una nota cada vez, y una pausa en la que ella se esfuerza e imita mis dedos. La guío mientras toco, empieza a familiarizarse y a sentirse más cómoda.

Levanto la mirada mientras ella toca el principio de la melodía con una mano. Sobre sus ojos las cejas se fruncen, denotando concentración. Poco después toco otra vez, ahora junto a ella, y juntos escuchamos las notas alzándose libremente en la habitación. Mis dedos cada vez más temblorosos suplican que me detenga, y finalmente decaigo y acepto sus ruegos. La última nota resonante del preludio marca el final de la pieza. Y cuando el eco desaparezca, silenciosamente la melodía de la nana morirá. Entorné mis ojos en la palidez de mis manos, y alcanzando a ver mi lívido reflejo y mis fríos ojos verdes sobre el cristal de la ventana, congelado, comprendí que no podría volver a tocar otra vez.

Estoy sentado otra vez en mi habitación, solo y mirando por la ventana. Mi cabeza apoyada sobre una mano mientras observo en la distancia los copos de nieve que reflejan un millar de arco iris en el esplendor de la luz. No hay dos iguales, son todos diferentes sin importar cuán similares pueden verse y aunque parezcan idénticos los unos a los otros. Hoy es Navidad y es la última Navidad que tendré nunca. Es una fiesta celebrada por esa escoria. Qué irónico es que aunque vaya a morir, esto no supondrá ninguna diferencia para estos trozos de basura. Qué estúpido, que aunque yo desaparezca, seré sustituido. Entonces nadie notará la diferencia.

Menos de un año. Queda poco más de medio año de vida. El momento se está acercando... Desapareceré completamente de este mundo.

"¿Señorito Lian?" Mis oídos lo perciben en cuanto me giro hacia la puerta. Está abierto y ni siquiera había reparado en sus pasos aproximándose. "Tengo algo para usted... " Sostiene un pequeño paquete envuelto en el mismo papel bonito que vi a pies del árbol de aquella familia. Está decorado toscamente con un listón y un lazo.

" ... " Silenciosamente acepto su paquete. Se arrodilla ante mi asiento y observa con sus profundos ojos mientras lo abro con cautela. Lo saco, lo sostengo en mis manos y sonrío ante el pequeño mecanismo mientras le doy cuerda. La melodía, familiar, comienza a fluir a través de mi cuarto bañado en la sombra. Abro la boca para hablar, pero repentinamente me interrumpe.

"Es su regalo, Señorito Lian, porque quiero celebrar la Navidad únicamente con usted." Me hundo en sus ojos inocentes y lo único que siento dentro es calidez. Me levanto y aparto la mirada de ella mientras me dirijo a la ventana y observo la nieve.

"Aria... Gracias, pero no tengo nada para ti. ¿Cuál sería tu mayor deseo por Navidad?" Yo sabía perfectamente cuál sería el mío. Sería que mi persona pasase desapercibida y nunca más volviera a ser capaz de leer el porvenir ni conocer mi propio final. Mi deseo sería no tener que vivir esta vida ahogada en la desesperación y no haber presenciado nunca la cuenta atrás hacia mi propia muerte... Mi deseo sería no desaparecer tan pronto.

Entonces percibo sus pequeños brazos envolverme firmemente por detrás. La oigo susurrar silenciosamente, su templada respiración se acaricia contra mi oreja:

"Quiero que sea feliz... y quiero estar siempre junto a usted, Lian."

" ... " Miro hacia la ventisca arreciando tras mi ventana y le digo pausadamente: "Si voy a desaparecer de este mundo para siempre, te lo diré de antemano... "

Me mira. Sus ojos escarlata recaen sobre los míos y descubro que mis temores son ahora los suyos. Puedo oír su voz suplicante ahogándose en la amargura de una realidad que no quiere aceptar.

"No... Yo no... ¡Yo no quiero que desaparezcas! Sea tu deber o sea el destino, no me importa, quiero que estés conmigo... Sólo tú, Lian, ¡siempre! No quiero estar sola nunca más... " Puedo sentir sus lágrimas saladas a través del tejido de mi camisa. Su abrazo, entonces, se vuelve más tenso.

¿Sola? ¿Nunca más?

Me agacho mientras su abrazo disminuye y continúa llorando. La envuelvo contra mi cuerpo y extiendo mis dedos temblorosos, apartando una lágrima derramada de su mejilla. Abre sus ojos y de repente me agarra, presionándome firmemente contra su pequeño cuerpo. Puedo sentir que sus delicadas manos cerradas sobre mi espalda no quieren dejarme ir.

"No desaparezcas... por favor." Me lo ruega. Permanezco impasible, mirando con apatía hacia la esquina más oscurecida de mi habitación. Unos segundos después le respondo.

"Sólo estaba bromeando... No me hagas caso." Su abrazo se vuelve más firme mientras me mira con sus ojos escarlata, atravesando los míos, que encarnaban las esmeraldas. Sonríe levemente, lágrimas siguen brotando de sus ojos.

"Hasta entonces, no importa el qué, deja que esté siempre a tu lado, Lian... Por favor... Por favor... Por favor... " Su sonrisa y sus ojos se dirigen a mí... y sonrío también cuando cierro los míos y asiento.

"Sí."



"Incluso si mi yo real muere pronto, desapareciendo completamente de este mundo..."

... Es tan dulce...

"Porque con la ayuda del maestro Lian, ¡hoy también será un día bueno y seguro!"


Andrea Subirá, 1º de Bachillerato de Humanidades

jueves, 25 de junio de 2009

"Poesía a Selene", de Joshua Pelegay (Segundo Premio Poesía Bachillerato)

POESÍA A SELENE

Como jirones de vapor
pretende escapar la luna
y así probar fortuna
por las sendas del amor.
Como una tempestad
pretende escapar Selene
a ver si así suerte tiene
en la busca de verdad.
Pero cuanto más se aleja,
añora y siente tristeza,
débil y sola se queja.
Y es que por naturaleza
necesita al sol que refleja
como nieve su belleza.


Ya no volverán aquellos días
en los que sobre nosotros escribía.
No más sonrisas... No más alegrías...
No me diste nada, y jamás lo cambiaría
y es que no sé por qué, pero sé que en verdad me querías.
No volveré a escribir a ninguna otra como a ti,
ya que como luna solo hay una,
ya no hay más musas para mí.
Soñé un futuro, un futuro junto a ti,
pero hoy es mi futuro y siempre tendré presente
que en el pasado luna llena me hubo amado.
Hoy solo queda el recuerdo,
y a él le escribo, que si estuve loco por ti,
por tu ausencia hoy estoy cuerdo.


Joshua Pelegay, 2º de Bachillerato de Ciencias

"La pérdida de la esperanza", de Francis Frain (Segundo Premio Poesía, 1º y 2º de ESO)

LA PÉRDIDA DE LA ESPERANZA
Cien mil fuegos cubrían la ciudad de los rusos.
La vida se apagaba en los cuerpos de las personas
y la muerte les venía como unos intrusos.
Mirad los cuerpos que yacen allí,
en todas las esquinas
en todos los lugares,
mirad cómo su sangre brota,
como si fueran mares.
La gente ya no oye los disparos,
la gente ya no oye los bombardeos.
Ya no tienen alegría,
ya no piden deseos.
No son nada.
Como cristales en una laguna,
viéndose todo transparente.
¡Por doquier se ven almas
que no pertenecen a gente!
Pero por las personas que aún no se han rendido a la locura
tienen tatuado en la frente:
el horror.
¡Esperad seres vivos
que queden vivos!
Para vosotros aún se espera más
pérdida de esperanza.
Porque aún aquí vienen alemanes
riéndose de vosotros,
como si no hubiera pasado nada.
Y para vosotros que habéis vivido el pasado,
no esperéis menos.
Porque esto es el principio del fin de lo acabado
y esto es el empezar de un ser malgastado.
¿Acaso sobrevivirán?
¿Acaso sobrevivirá alguno?
Si eso no es así, bienvenido al inframundo.
Francis Frain, 1º A

"Beso", de Melanie del Pino (Primer Premio Poesía, 1º y 2º de ESO)

BESO

Escribo con mi aliento estas palabras llenas de pasión; te las dedico con amor, un beso y todo mi corazón. Te lo entrego todo en el envoltorio de mis labios. Las letras corren por mi lengua hasta que ésta se toca con la tuya, edificando un puente entre ambas almas por el que mis palabras corren hasta llegar a tu garganta, por la que se deslizan hasta tu corazón para llegar a tu sangre; fluyendo por ella hasta tu cerebro para conseguir un estímulo, que te haga reaccionar y apoyar tus labios sobre los míos para depositar en ellos toda la pasión de la que eres dueño y entregarme tu alma, con tan solo un beso.

Melanie del Pino, 1º C

miércoles, 24 de junio de 2009

"Mi jardín", de Mario Sin (Segundo Premio Poesía, 1º y 2º de ESO)

MI JARDÍN

La rosa roja
o tal vez blanca
y una hormiga coja
con voz ronca.

La margarita blanca,
qué hermosura,
el clavel rojo
es mi ventura.

Voy a poner un huerto
lleno de flores y alegría
para ir por la mañana,
a despertar el nuevo día.

Los árboles son grandes,
llenos de frutos apetitosos,
que recogen sin parar
mis dedos hermosos.

Estoy en la ventana,
la mañana crece,
con el canto de los pájaros
el cielo se enrojece.

Con el calor del mediodía
la rosa más roja
crece deprisa
para que la escoja.

Al atardecer
riego las flores,
les doy cariño
pues son mis amores.

Por la noche
sueño con ellas
a veces me despierto,
¡qué bellas!

Al día siguiente
otra vez repitiendo
el mismo trabajo
como yo lo entiendo.

Y al mes siguiente
sigo con lo mismo,
cuidando a las flores
como a mí mismo.

Y al año siguiente
volveré a plantar
rosas, geranios
y otras flores de azahar.

Son las flores mi pasión,
yo siempre las cuidaré
y siempre algo de ellas
¡Esperaré, esperaré!

Mario Sin, 1º A

"Un buen amigo", de Mario Sin (Primer premio Relato, 1º y 2º de ESO)

UN BUEN AMIGO

Como sabéis al terminar la época de caza, muchos perros son abandonados o asesinados. Esta es la historia de Gufi.
Gufi es un perro grande ya no útil para la caza porque ya ha llegado a una edad muy alta. Es muy cariñoso, siempre quiere hacer trabajos, pero ya no es útil. Gufi es un galgo, una raza muy seleccionada para la caza, aunque no sean perros muy guapos; suelen ser flacos. Guifi era todo lo contrario a eso. Gufi, en sus primeros años, era un perro muy guapo que no aparentaba que era un galgo, también era fuerte. Pero en estos últimos años estaba muy débil y ya no era útil para la caza ni para ninguna faena. Entonces para su dueño no es más que un estorbo de perro. Porque solo le tiene que dar de comer. Todos lo maltrataban en la casa de su dueño, todo lo contrario de cuando llegó. Ya a casi nadie le gustaba, pero tampoco no lo podía vender, porque ya lo había intentado, pero nadie lo quería, por su poca utilidad y porque ya no era guapo. En una época hubo uno interesado y lo iba a comprar; se le veía buena persona y, aunque ya no fuera útil y fuera viejo, lo quería para tener compañía porque, como al igual que él, ya estaban casi solos y los dos eran viejos. El anciano lo iba a comprar por lo que valiera y le salía muy barato, se lo vendían por cincuenta euros. Pero con tan mala suerte que un día antes de ir a recoger el perro y pagarlo, al salir a la calle, vio a un perro pequeñito que lo iba a atropellar un camión. Entonces él se lanzó a cogerlo, pero con tan mala suerte que, cuando lo cogió, le paso el camión por encima. Pero él se alegró porque le dio tiempo de tirar al perro y que no lo atropellaran. Se está dos días en el hospital y al cabo de ese tiempo se muere. El dueño de Gufi decide matarlo porque ve un mal gasto en quedárselo, pagarle toda la comida y, cuando llegase la temporada de caza, no poder utilizarlo. En vez de responder bien ante el esfuerzo del perro a lo largo de su vida, pues decide matarlo. El dueño de Gufi, cuando el hombre ya no vino, pensó que se habría dado cuenta de que ya no servía para nada. Pero estaba muy equivocado. Entonces el dueño de Gufi decide tirarlo por un precipicio contra una roca. Hizo como si tuviera comida delante de el precipicio, entonces el perro fue, se puso al lado del precipicio, el hombre vio la oportunidad y lo lanzó por el precipicio sin pensarlo un solo momento. Lo lanzó descaradamente y con toda la rabia del mundo, sin tener piedad del pobre animal, que le había dado más de una comida con su trabajo en la caza. Con tan buena suerte del perro que cuando cayó, aterrizó en una charca de agua. Entonces le cuesta levantarse, andar, le cuesta hacer cualquier acción. Al cabo de unos días logró “caminar” sin rumbo fijo, vagando por todos los lados. Consiguió llegar al pueblo, pero nadie lo quería por su aspecto, vejez y daños. Todos lo asustaban y le hacían irse, no podía hacer nada. Estaba desnutrido y deshecho. Un día se tiró en la hierba totalmente desnutrido. Era el fin. Pero justo entonces apareció Alonso. Alonso era un niño de ocho años no era muy alto, estaba fuerte, tenía ojos azules y pelo castaño. Eran dos hermanos y una hermana. Se llamaban Juan de quince años y María de veinte. Su hermana ya vivía fuera, su hermano es un poco rapero, también pasa de todo lo que le dicen sus padres. Sus padres no eran muy viejos. Su madre se llamaba Pilar, de cuarenta y cinco años y su padre Benjamín de cincuenta años recién cumplidos. Su madre trabajaba de secretaria en un concesionario de Seat. Su padre de profesor en el instituto. Tenían una buena casa y un buen coche. Acababan de mudarse de su ciudad, Valencia, porque a su padre le habían ofrecido trabajo en Pociello.
No había muchos habitantes, pero suficientes para un instituto. Su padre en el verano cuando ya no tiene que ir a trabajar, le gusta pasar el tiempo libre en la caza. Sin embargo a Alonso no le gusta nada eso de la matanza de animales, pero lo que menos le gustaba (le daba rabia y hasta a veces lloraba) era cuando por la televisión salía que habían matado a un perro de la manera más cruel posible. Lo único que él quería era que lo llevaran a una perrera y ya esta no buscaba nada más, pero nadie lo hacía. Alonso de mayor quería trabajar para proteger todo eso que él tanto odiaba. Ya se lo había dicho a sus padres. A su padre no lo había parecido muy buena idea porque se pondría mucha gente contra él. Pero eso a Alonso le daba igual. A su madre le parecía una excelente idea y le dijo que le apoyaría en lo que hiciera falta. Alonso decía que admiraba a la gente que los protegía, metiéndose con todos sólo para salvar a los pobres perros.
A Alonso no le gustaba demasiado el pueblo, aunque sí un poco más que Valencia. En verano estaba casi sólo, solamente tenía dos o tres amigos. Su padre se pasaba todo el día de caza y su madre en casa, limpiando, haciendo la comida, planchando, todo eso que hace una madre en casa decía Benjamín.
Gufi vagaba por los montes, sin rumbo fijo y un día se acercó por el pueblo, pero todos lo echaban. Benjamín lo vio y le intentó dar un patadón y el perro lo esquivó como pudo. Al cabo de unos días, Alonso jugando con sus amigos al fútbol, vio al perro, todos lo vieron y entonces empezaron a tirarle piedras. Alonso se puso en medio para proteger al pobre animal y sus amigos se marcharon sin decir nada. El chico se quedó con el perro, le dio comida, agua, lo lavó, lo peinó y le buscó un sitio donde pudiera estar tranquilo. Fue al veterinario de su pueblo y le pidió unas vendas. Éste, antes de dárselas, le preguntó que para qué las quería. Alonso, como sabía que si le decía la verdad no se las daría, se inventó una mentira, le dijo que quería jugar a médicos. El veterinario le dijo que sólo se las dejaba por esta vez y que cuando se le gastaran ya no le daría más, porque era un gasto inútil.
Nuestro amigo fue en busca del perro y lo encontró tumbado en su escondite. Le curó la herida con algunas cosas que había cogido de su casa y lo vendó. En unos días ya tenía la pierna curada. Alonso iba siempre a darle comida y a jugar con él y sus amigos siempre le preguntaban que dónde había ido. Él cada día se inventaba una excusa diferente.
Alonso se dio cuenta que en el collar del perro ponía Gufi, pues como estaba tan contento no se había preocupado de ponerle un nombre; desde entonces le llamó Gufi.
Al día siguiente estuvo a punto de decirles a sus padres si se podía quedar con el perro, pero pensó que le iban a decir que no. Por lo tanto todos los días siguió viéndolo a escondidas, alimentándolo y jugando con él.
A Alonso le gustaba jugar al fútbol con el perro y desgraciadamente sucedió que un día nuestro amigo, al ir a coger la pelota, cayó a un pozo que había en el lugar. Gufi empezó a ladrar, pero nadie le hizo caso. Se daba paseos por el pueblo corriendo nervioso, pero nadie le prestaba atención, en todo caso lo único que hacían era tirarle piedras o darle alguna patada. El pobre perro no dejaba de ladrar y ladrar intentando salvar a su amigo.
Los padres y todo el pueblo se empezaron a preocupar de la falta del muchacho, empezaron a buscarlo por todas partes y nadie lograba dar con él.
Fueron sus amigos los que relacionaron al perro con la desaparición de Alonso y decidieron seguirlo. El perro los condujo hasta el pozo y escucharon la voz del niño que pedía auxilio. Salvaron al muchacho y todos le cogieron un gran cariño al animal. Desde entonces Alonso tiene el perro en su casa. Es su mejor amigo.

Mario Sin, 1º A

miércoles, 10 de junio de 2009

"La historia de dos amantes y el atardecer en la bañera", de Julia Martínez (Primer Premio, Poesía, Bachillerato)


LA HISTORIA DE DOS AMANTES

Y EL ATARDECER EN LA BAÑERA

JULIETO Y RAMERA

—¡Sátira! ¡Devuélveme mi indulgencia!– Sus palabras encallaron en mi mente con gracia, pero no alteraron mis pensamientos ni mis sentimientos…— ¿Cómo osas burlar de esta manera al hombre que amas?
Mi corazón se paralizó. ¿Podían ser ciertas, acaso, las palabras que brotaban de su boca y que se habían clavado como estacas en el reloj de mi alma?
Sí, acababa de deslumbrar el sentimiento extraño que desde un tiempo albergaba en mi más profundo pero sincero ser.
¿Era cierto entonces? ¡Sí! ¡Le amaba!
—¿Cómo es posible que tu corazón permita vencer a la traviesa mente de chiquilla frente a la mujer emanante de luz, que eres realmente? ¿Acaso no conoces el sentimiento que te hace sonrojar? ¿No lo reconoces? Amor…, ¡es Amor!
Aquél que arrebata el sueño de cualquier soñador.
Aquél que corta las palabras de cualquier orador.
Aquél que priva de ideas a mentes pensantes.
Aquél que te hace mirar las estrellas haciendo que todo lo bueno y todo lo malo se desvanezca por un instante, meciéndote en la brisa con ternura, al compás de la emoción. ¡Qué dicha más dulce! Y qué cruel…, cuando ese sentimiento no tiene otro igual frente al suyo.
Ah…, si pudieras entenderme…
¡Yo la amo, mi señora! Y créame, por usted volaría mil treguas, estrechando mares y hasta el propio espacio.
Y cuando me dejo llevar, por este dulce y exquisito delirio…
Ya no tiembla mi alma si de amarla se trata. El Amor es, pues, la respuesta al cosmos.
Es la única razón, el único motivo por el cual existimos. Qué injuria no conocer el Amor. Quien no lo vive padece de una eterna pesadilla ajena tanto al mundo real como irreal, que al fin y al cabo forman el mismo mundo, pues en los dos habita el Amor.

...

FRENTE A SU DONCEL

La flor de la aurora tiembla…
¡Has venido!
Me miras, te miro.
El núcleo de mi existencia,
pequeño como una pasa,
se ensancha hasta el punto de abarcarlo todo.
Ya no hay negro, ni blanco.
Ya no hay tiempo, ni espacio.
Solo el semblante de la luna clara,
que yace sobre nosotros,
mitiga nuestro amor.
La flor de la aurora tiembla.
Te acercas.
Suspiro.
Y el cosmos se funde
en la unión de tus labios con los míos.

...

SE ACABÓ EL AMOR

Me miras, y con mirada ansiosa
te preguntas por qué.
Me miras, y el deseo abrupto se convierte en vejez.
Envejece tu alma, tu amor, tu piel.
La incertidumbre recorre tu mente
y me reprochas.
Reprochas mi actitud y mi decisión,
sin tener en cuenta la tuya propia.
No es tu alma quien sufre, es tu ego.
Me pregunto quién de los dos me amaba,
y si aún me ama.
No, ya no lo hace.
Aparto la mirada y me hago la dura.
“Soy viento que fluye, fuera de cadenas
y destinos”.
Te giras, ahorrándote tentar mis emociones.
Y así, sin más, se acaba el amor.
Y te miro, y con mirada ansiosa me pregunto por qué.
Te miro, y como viento que fluye me alejo de cadenas y destinos…

...

CANCIÓN DE LLUVIA

Invocando a los truenos
para que vengan a despertarnos.
Que intimiden nuestra soledad
y hagan retumbar los cimientos
de cada uno.
Que se revuelva la vida
en el eco de cada latido
que el cielo nos grite.
Y que se agite la sangre de este bosque
lleno de venas vacías de amor,
por las que corre el miedo.
Que venga la lluvia también
y que resbale por los ventanales
y las sienes de la gente,
limpiando de impurezas y verdades falsas
los sueños que amenazan con cumplirse.
Que vengan los truenos y nos despierten
de esta pesadilla en la que continuamos
presos por miedo a ser felices.
Que se rompan las cadenas
del invierno pecaminoso de cada uno.

...

PEQUEÑA DECLARACIÓN DE AMOR

Hay un amor que me desquebraja toda la espina dorsal.
Hay un amor que me hace brotar poesía.
Y si me suelto el pelo,
en él se enredan
letras y sentimientos.
Hay un amor que me hace brotar, poesía.

Julia Martínez, 1º de Bachillerato de Humanidades y Ciencias Sociales

martes, 9 de junio de 2009

"Crónica", de Alberto Sin (Segundo Premio, Relato, 3º y 4º de ESO)


CRÓNICA


Aquí me tenéis, sentado en este buen sillón rojizo de la estación de tren de Delicias, en plena ciudad de Zaragoza, esperando impacientemente que llegue mi tren, ese tren que me ha de transportar hasta Barcelona, donde cogeré mi avión. Ya me he despedido de todos mis familiares, nadie sabe cuándo se producirá mi regreso, uno, dos, tres meses…, no lo sé. Media hora llevo aquí esperando al tren y todavía no ha aparecido; bien es cierto que aún falta un cuarto de hora para que se cumpla el horario de salida, pero aquí me veis, quizá esperando a que llegue antes o quizá esperando entrar el primero.
Ya lo veo acercarse. Poco tiempo pasa hasta que nos hacen subir, poco tiempo pasa hasta llegar a Barcelona y poco tiempo pasa hasta despegar. El avión no es de muy buena calidad. Estoy sentado entre un hombre y una señora mayor; el hombre parece descuidado y diría que algo preocupado, la señora está leyendo una revista de decoración.
El viaje se me hace eterno; cuando por fin estoy en la salida del aeropuerto, me llevo una sorpresa tremenda: todo parece el peor barrio de mi ciudad, calles viejas y casas en fatal estado. No espero mucho hasta que llega Carlos Señor. Es un hombre de mediana edad, no muy alto; su rostro está cubierto por una barba, su cabello está bien arreglado, bien peinado. El hombre comienza a hablarme y con su agradable tono me explica dónde se encuentra el hotel en el que me voy a hospedar esta noche. Señor es uno de los colaboradores del embajador español en este país, país del que no voy a dar el nombre. Al sur hay un importante conflicto armado y allí voy yo. Voy a ser el único español del lugar; me hicieron un ofrecimiento interesante y llegué a un acuerdo con los más importantes medios de comunicación.
Y aquí estoy. Lo único que traigo conmigo es una gran mochila de montañero en la que llevo algunas cosas básicas y, por supuesto, mi ordenador portátil, mi grabadora y mi pequeña cámara, que, aunque no sea de gran calidad, me valdrá para tomar algunas imágenes. Mañana por la mañana, según me han dicho, me vendrán a recoger y me llevarán hasta el Campo de Periodistas, una zona cercada y altamente protegida en la que los periodistas nos instalaremos un tiempo indeterminado.
Llego al hotel, por así llamarlo, y me sorprendo terriblemente pues mi habitación es pésima. Ni tan siquiera las paredes están pintadas, ni en el suelo hay baldosas; la cama es un colchón tirado y el baño…, mejor ni nombrarlo. Lo primero que hago al despertarme es encender mi ordenador para comprobar si tengo algún mensaje; pero en el hotel no hay Internet. Luego miro el móvil, donde sí que encuentro uno: me dicen que pasarán a recogerme sobre las 11, hora del país. Miro mi reloj y son cerca de las nueve; preparo mi cámara, me la cuelgo del cuello y en mi cinturón sujeto mi grabadora. Llaman a la puerta, abro. Aparecen dos hombre que me dicen que les acompañe; lo hago y me introduzco en un largo viaje que dura más de siete horas por penosas carreteras. Cuando llego al campo vuelvo a sorprenderme. Es impresionante, un oasis en medio de la nada, en medio de un enorme desierto; todo está cuidado a la perfección. Las tiendas de campaña son enormes, con capacidad para tres periodistas, pero muy espaciosas, de un tamaño similar al de una pista de tenis y muy altas. Pero las mejores son las de los cascos azules, esas sí que son enormes; hay una en cada esquina y otra en la entrada. Según me dicen, hay un total de 56 soldados y unos 120 periodistas. Todas las tiendas están bien ordenadas, formando calles entre ellas. Además de lo que ya he nombrado, hay tres hospitales de campaña y, por supuesto, multitud de antenas de todos los tipos y tamaños; también hay depósitos de agua, muchos depósitos de agua. Al fondo de la calle central está la tienda más grande; allí es donde nos servirán comida a todos y donde prepararán la misma en un enorme restaurante de tela y plástico.
Al llegar a la puerta del recinto, me atiende un hombre hablándome en inglés. Me comunica que mi habitación es la número veinticinco. Entro en ella y saludo a mis dos compañeros, les pregunto por su lugar de procedencia; uno es argentino y el otro chileno. Agradezco a los organizadores el haberme colocado con dos personas con las que me puedo entender. Al lado de mi cama hay una mesa con varios cajones y apartados, pero no tengo casi nada que organizar. Salgo a dar una vuelta por el campamento. En ese momento, un hombre comienza a hablar en inglés por la megafonía; nos comunica que cada mañana, a las ocho, saldrán varios autobuses con destino a la frontera del conflicto, por así decirlo; luego, por la noche, nos recogerán en el mismo punto. Éste es un nuevo sistema para que los periodistas estemos mas seguros, lo cual es de agradecer. El hombre también nos pide que vayamos a la tienda central, donde se nos dará la cena. Acabo de cenar y me dirijo a mi habitación; llamo a mi familia y, antes de acostarme, estoy un par de horas en el ordenador.
Me despierto por un fuerte sonido, parecido al de una alarma. Salgo fuera. Era, simplemente, para informarnos de que restaba media hora para la salida de los autobuses. Lo preparo todo rápidamente y voy a desayunar. Antes de subir al autobús nos reparten a cada uno un bocadillo y dos botellines de agua para el día. Llegamos a la ciudad después de un viaje de unos treinta minutos. Nos indican el camino hacia la ciudad; todavía tenemos que llegar a ella. Entonces, cada uno se dispersa en busca de su reportaje del día. A la ciudad en la que me encuentro todavía no ha llegado la guerra de una manera directa, es decir, con balas y bombas, pero igualmente el paisaje es desolador: las madres en la calle buscando algo con lo que alimentar a sus hijos, ya que sus maridos están en combate; niños a los que las madres no pueden buscar nada para darles de comer porque no tienen madres, porque éstas han muerto al no recibir tratamiento a las enfermedades que padecían o niños que, simplemente, no están porque han huido a cobijarse en otra ciudad o en otro país para poder mantener unida a la familia. Estos últimos, cuando vuelvan, ya no podrán encontrar sus casas porque allí donde las dejaron ya no estarán.
Recorro un par de calles y decenas de personas me piden algo de alimento; mirando a mi alrededor no puedo ni imaginar cómo estarán las ciudades bombardeadas. Cojo mi cámara y comienzo a sacar instantáneas de todo lo que encuentro, hasta que me canso. Entonces, me como mi bocadillo. La gente se abalanza sobre mí, pidiéndome un cacho; un par de niños intenta arrebatármelo, pero consigo comérmelo, con pena por esos chavales desquiciados. Sigo sacando fotos y fotos, camino por las calles y así hasta la hora de volver a los autobuses. M cuesta bastante deshacer el camino, pero, finalmente, consigo llegar a los vehículos.
En cuanto llegamos al campamento, nos tumbamos en nuestras camas a descansar. Ha sido un día de andar y andar y el cansancio se ha apoderado de nosotros. Ésta es nuestra rutina de un día tras otro, la guerra no termina y tampoco avanza; se han empeñado en destrozar la zona sur del país y, sin duda, lo están consiguiendo. Todos estos días hemos visto pasar aviones y aviones sobre nosotros; aviones que pasan tan rápido como pueden, sabedores de que en el sur tendrán dos opciones: matar o morir. Pero hoy la cosa cambia. El ejército que bloqueaba el avance está siendo derrotado y parte de la ciudad a la que nos desplazábamos todas las mañanas está siendo bombardeada. Esta mañana todo es diferente, muchos periodistas no quieren ni salir de las tiendas del miedo que sienten ahora hacia la cercana muerte; además, los autobuses salen perfectamente escoltados por maquinaria de la ONU.
Al llegar a la ciudad todo está completamente cambiado, ya no hay nadie en las calles y me pregunto si habrá alguien en las casas. A lo largo del día no pasa un minuto en el que no se escuche un disparo lejano, un grito o un bombazo. Ahora, ya al final del día, me dirijo a los autobuses; entonces, escucho un avión que vuela cerca de mí y, poco después, una detonación muy cercana. Veo derrumbarse varias casas a mi lado y salgo corriendo. El avión vuelve con una segunda detonación; esta vez parece que ha alcanzado su objetivo. No logro distinguir qué edificio es, pero el avión se va por donde ha venido.
Me despierto con la cruel noticia: la ciudad está siendo bombardeada por completo. No sé qué hacer. Sé el peligro que corro si me subo a uno de esos autobuses, pero lo hago. En la ciudad, la poca gente que hay se acerca a mí y me pide que me quede con su familia; en estos países mi vida, la de un periodista europeo, vale más que la de los paisanos. Me aseguran que no me faltará de nada, que, si es necesario, dejarán de comer para que a mí no me falte alimento. Por supuesto, en un ataque aéreo no se distingue, moriría como el resto; pero en caso de ser ataque por tierra, al ver mi chaleco con las siglas TV, mi equipamiento o el resto de mi vestimenta, me perdonarían la vida a mí y a los que estuvieran conmigo. Soy testigo del peor espectáculo: un soldado se acerca a un hombre inocente; éste pide que no le haga nada, pero unos segundos después el inocente yace en medio de la calle. Muchas casas están derruidas y entre ellas cuerpos sin vida y cuerpos a los que les queda poca vida. No me atrevo a acercarme a la zona donde se concentran los bombardeos, ya tengo suficiente con ver lo que veo.
Me dirijo ya al campamento en autobús. Los periodistas no paran de comentar las vivencias nefastas de las que han sido testigos, cada uno en su idioma. Entiendo pocos, pero supongo que el resto hablará de lo mismo. Al llegar, nos comunican la noticia: según parece, ambas partes han llegado a un acuerdo; mañana será el último día de esta guerra. Acogemos alegremente la noticia ya que la estancia en este país se nos estaba haciendo ya muy larga.
Me despierto con gran entusiasmo; va a ser mi último día en este trabajo, que nunca más quiero ejercer. Como es lógico, hoy ningún periodista ha quedado sin subir al autobús, exceptuando a los enfermos o heridos. En la ciudad no se ve a nadie ni se escucha a nadie; el paisaje es desolador, todo está derruido. Voy introduciéndome por calles y más calles; algunas familias ya están trabajando en la reconstrucción de sus casas. Sigo caminando y me sorprendo al ver que un centro médico permanece en pie y casi intacto; está abierto. Me adentro en él y veo a personas formando una interminable fila. La fila lleva a una de las salas donde hay un par de médicos de la cruz roja, que supongo se habrán instalado hoy para curar a los enfermos, principalmente, los heridos de bala que abundan tras esta guerra. Parece paradójico que las sillas estén desocupadas; aunque la fila pase por delante de las mismas, la gente no se sienta por miedo a perder la oportunidad de ser curados. Yo sí que me siento, ante la sorpresa de la gentes que allí estaban. De pronto, comienzo a oír un murmullo y veo a la gente mirar hacia la puerta; me pongo en pie y hago lo propio. Veo a un soldado que comienza a hacer fuego contra todos, me tiro detrás de las sillas y soy testigo de la muerte de varias personas; pocos son los que se salvan. Un soldado se acerca a mí, prepara su arma. Creo que ha llegado mi hora; me despido de todo mientras el hombre acciona el arma, señalo mi chaleco, pero, sin importarle, él dispara. Noto un fuerte dolor en mi hombro izquierdo mientras veo al hombre irse corriendo. No sé si he tenido suerte por salvar la vida, pero, desde luego, no podré soportar este dolor mucho más y la perdida de sangre es abundante. Entonces, se siente un fortísimo ruido y todo se viene abajo. Intento salir corriendo, pero no tengo fuerzas ni para levantarme; soy bombardeado por pequeñas piedras y rodeado por enormes bloques del techo. Fuera del local se oyen muchos disparos; sigo doliéndome en el suelo y, entonces, un soldado entra. Es de la ONU, se acerca a mí y me pregunta por mi estado de salud; intento mover mis labios para responderle, pero ya no tengo fuerzas ni para eso.

Alberto Sin, 4º B

"La dama de las rosas", de Zuria Fenton (Primer Premio, Relato, 3º y 4º de ESO)


LA DAMA DE LAS ROSAS


Querido lector, le voy a relatar una historia que aconteció hace mucho, mucho tiempo. Tanto que el recuerdo se ha borrado ya de la memoria del más viejo de nuestros ancianos.
Existía una gran noble, a la que solo se le conocía de oídas, pues nunca se dignaba a salir de los muros protectores de sus jardines. Las historias contaban de ella que era una bruja, una hechicera capaz de hipnotizar al más frío de los hombres con solo una mirada y de matarle después con una tibia sonrisa. Aunque, claro, eso fue ya hace mucho tiempo y la historia quizás no conserve la veracidad de sus comienzos.

Se decía que la agraciada dama poseía en su jardín unas flores extrañas, nunca vistas en ningún otro lugar, aquellas a las que hoy en día hacemos llamar rosas. Aunque éstas poseían de una voz tan bella como sus pétalos aterciopelados, que adormecían a todo hombre que se les acercase con solo entonar una nota de sus suaves melodías cantadas entre susurros.
Aquella hermosa dama cuidaba cada día de ellas; desde la más hermosa hasta la más débil había pasado por sus cariñosas manos. En su esplendoroso jardín, con los altos muros de piedra que producían un gran efecto sonoro en el interior de éste, donde los murmullos de las rosas colmaban el aire.
Entre cada rosal se podían encontrar a aquellos valerosos hombres que habían quedado prendados de la belleza de aquella noble, desperdigados y adormecidos por las flores. Mientras los sueños, enmarañados como la hiedra que trepaba codiciosa por las paredes del gran caserío, se les escurrían por los recovecos del cerebro.
Cada mañana ella se levantaba temprano para cantar con sus rosas. Y éstas, agradecidas, se dejaban mimar por sus caricias y por el agua con la que las rociaba. Se podía vislumbrar en el rostro de la joven dama una sonrisa de pícara inocencia cada vez que se encontraba a un hombre nuevo en su jardín y se agachaba junto a su cabeza dormida para susurrarle al oído aquellas palabras que toda persona, sin siquiera necesitar conocerlas, habría deseado oír.
Y como un ritual bien aprendido a lo largo de los años, volvía a erguirse sobre sus piernas y regaba el rostro de aquel hombre, que no podría expresar mayor felicidad. El agua caía, y mientras las gotas chocaban contra su piel, ésta desaparecía poco a poco, tornándose lentamente en tiernos tallos de prometedor futuro junto a todos los demás rosales que el jardín albergaba.
Las rosas adoraban a la hermosa dama y, si bien la protegían de todo hombre que se le acercaba, ni siquiera la dejaban salir del recinto. La tenían secuestrada entre aquellos muros. Muchas veces había intentado escapar y todas ellas había fracasado. Sus amantes también eran, al mismo tiempo, sus carceleras. Y ella simplemente era una prisionera, condenada a cuidarlas hasta el fin de sus días. Incontables ocasiones habían sido las que maldecía su inteligencia, y el día en el que se le ocurrió convertir al hombre en algo más bello.
Todo hombre que osaba asomar la nariz por encima del gran muro de piedra quedaba terriblemente enamorado de sus gráciles andares, de sus ojos del color de la hierba fresca y de aquellos cabellos largos y rojizos que caían como cascadas de fuego sobre sus hombros y su espalda, y que con solo una pequeña ráfaga de viento en su favor hipnotizaban al espectador. Sus mujeres veían cómo uno tras otro terminaban cayendo en la enrevesada trampa de amor de aquella mujer misteriosa. Y uno tras otro acababan, así mismo, desperdigados entre los rosales de aquel inmenso jardín, del que ninguna sabía muy bien cómo terminaban por desaparecer al día siguiente sin dejar rastro alguno. Desesperadas por los hechos, decidieron unir fuerzas en una alianza de coraje y venganza, contra aquella bella dama.
Así pues, una noche entraron sigilosas saltando los grandes muros de piedra y cruzaron el inmenso jardín de flores dormidas, arropadas por la oscuridad que les rodeaba hasta llegar a la gran casa, que se alzaba majestuosa por encima de sus cabezas, como retándolas a sumergirse en sus entrañas. Un escalofrió recorrió la espalda de cada una de ellas, palpando la tensión que les acontecía en un momento como aquel.
Dentro la oscuridad era más densa aún que la que reinaba en el exterior y necesitaron unos cuantos segundos para adaptarse a tamaña penumbra. Las sombras parecían aparecer y desaparecer por doquier como almas en pena e incitaban al cerebro a imaginarse las peores circunstancias. El terror no parecía querer dejar de aumentar en las pobres cabecitas de aquellas aldeanas mientras intentaban encontrar los aposentos de la bella dama.
Toparon pues con la puerta al final de un largo pasillo, en el que la negrura acabó por engullir las pocas formas que lograban distinguir en el gran caserón. Sin embargo, al girar la manilla de aquella gran puerta oscura y abrirla en silencio se encontraron al otro lado con la tenue luz de una vela encendida, escasa, pero suficiente en comparación con el resto de la casa.
La joven dama se encontraba tendida en su gran cama de sábanas rojas y mantas aterciopeladas.
Si acaso de día su rostro resultaba ser seductor y poseía una belleza arrebatadora, de noche tales dotes desaparecían, siendo sustituidas por una cara angelical y un ligero rubor en las mejillas.
Nada de eso logró ablandar los despedazados corazones de las desdichadas viudas. La sujetaron de manos y piernas entre todas, aprovechando la debilidad de la que padecía en esa situación.
La dama se despertó de una sacudida sin entender demasiado bien las circunstancias que la rodeaban, sin acabar de comprender el porqué de las miradas de odio y furia que la fusilaban en todas direcciones. Suplicante, intentó pedir ayuda sin encontrar nadie pues todos aquellos valerosos caballeros, que habrían acudido gustosamente en su ayuda, se encontraban enredados en sus propias espinas, incapaces de socorrerla. Así pues llegó el fin de la dama de las rosas, cuyo único pecado fue el querer convertir al hombre en algo más bello.
Una joven de cabellos dorados y mirada helada, sustrajo de sus enaguas una elaborada daga de plata y, sin despegar sus ojos de los de la suplicante noble, se sentó de rodillas en su abdomen y, con la rapidez de la maestría, le hundió la daga en el corazón, derramando sangre caliente por la cama.
La noble, desesperada, intentó detenerla en un amago de supervivencia, ansiando librarse del dolor y la angustia que inundaban su pecho. Intentó gritar, pero no salió sonido alguno de su garganta. Sin embargo, todo intento de aferrarse a la vida fue en vano pues las corroídas mujeres que la rodeaban no mostraron en ningún momento el más mínimo ápice de compasión por su parte, ni el más mínimo rastro de duda en sus actos.
Así fue como la más hermosa de las rosas se marchitó en su último suspiro.
Habiendo muerto la dama junto con su último latido ahogado en sangre, las mujeres iniciaron satisfechas la huida de aquella mansión de la pesadilla, corriendo cada vez más deprisa por el sentimiento de congoja que las iba corroyendo por dentro. Cruzaron sigilosas los grandes jardines en penumbra y volvieron a saltar el muro que les separaba del mundo real, aquel al que pertenecían.
Mientras tanto, las rosas seguían dormidas, sin tener ni la más mínima idea de lo que había sucedido en el interior de aquellos muros.
Al día siguiente éstas empezaron a notar que algo fallaba; ningún silbido alegre en la lejanía, el silencio reinaba en el edificio de roca y hiedra… y su señora no aparecía por ninguna parte.
Al fin las flores comprendieron que aquella a la que tanto adoraban y por la que habían entregado su vida humana no volvería jamás a rociarlas con su regadera de agua fresca por las mañanas, ni a acompañarlas con sus cantares de soprano, ni acariciaría de nuevo sus verdes tallos con la yema de los dedos.
Al comprenderlo las rosas se sumieron en la más honda de las depresiones con el corazón roto en miles de pedazos, tan pequeños como las partículas de polen guardadas en su interior. Y lloraron, lloraron día y noche, hasta volver locas a las viudas del condado; y siguieron llorando, derramando lágrimas de rocío por sus pétalos aterciopelados, hasta que los días de frío llegaron, marchitando sus delicados pétalos.
Entonces, al verse mudas por la llegada del invierno, prometieron en honor a su difunta dama no volver a regalar sus canciones a ningún oído humano. Juraron también que no se volverían a dejar acariciar, pues ninguna otra mano merecía el derecho de tocar lo que la bella noble se había pasado tantos atardeceres acariciando, protegiendo sus débiles cuerpos verdosos con escudos punzantes en forma de espinas, que advierten al curioso de que no es bien recibido entre los rosales. Éste es el luto que ellas se habían impuesto para con su bella dama, la dama de las rosas.

Aunque ésta solo sea una historia conservada a través de las generaciones por el boca a boca de juglares y campesinos, amigo mío, si sigues leyendo mi relato querrá decir que al final resultaste ser tan curioso como me imaginaba; y, si estoy en lo cierto, quizás esta curiosidad te complazca.
A veces, en las oscuras noches tibias de finales de verano, cuando la lluvia amenaza con ceder sobre los prados, si te mantienes a cierta distancia de los rosales y procuras que no se den cuenta de tu presencia, puede que, entonces y solo entonces, puedas escuchar los llantos lastimeros de las rosas, aún tristes por la marcha de su hermosa noble, entonando una canción al viento, tan bella como los atardeceres primaverales o la danza de las luciérnagas en las noches de luna nueva.
Aunque te advierto que tengas cuidado, querido lector, no sea que caigas en la dulce tentación de cerrar los ojos, adormecido por su dulce canción de cuna, pues entonces puede que te atrapen en su eterno juego de pesadillas entrelazadas… y jamás puedas volver a despertar.

Zuria Fenton, 4º A

"Ansias de venganza" de Zuria Fenton (Primer Premio, "Poesía", 3º y 4º de ESO)


ANSIAS DE VENGANZA

Deja que las mentiras
corroan tus entrañas.

Deja que los recuerdos
se borren de tu alma.

Deja que desaparezca
hasta la última pizca de piedad
en tu conciencia.

Y mátalos,
mátalos a todos.

Termina con el sufrimiento
que te atrapó durante años.

Ahorca las súplicas,
asfixia los llantos.

No escuches sus palabras de perdón,
no escuches sus alaridos
ni sus lágrimas desbordadas.

Satisface únicamente
tu sed de venganza.

Y cuando hayas terminado
con la última pizca de tu pasado,
con el último ápice de cólera
residente en tu alma.

Entonces, sigue hacia adelante,
caminando,
arrasando con todo lo que te encuentres a tu paso.

Hasta que la muerte te traiga la felicidad
y veas tus objetivos cumplidos.

Hasta que tu corazón cante con su último latido
y te hundas en aquella oscura profundidad
de la que nunca debiste haber salido.

Aunque esta vez ya no estés solo,
pues aquellos amigos que nunca tuviste,
aquellas personas que nunca te amaron,
todos aquellos a los que arrastraste en vida
hacia tu propia tumba,

te esperarán en la muerte para compartir tu soledad.


Zuria Fenton, 4º A

Premios del XII Concurso Literario del IES "Baltasar Gracián"

Hace unos días, como ya sabréis, se hicieron públicos los premios del XII Concurso Literario de nuestro Instituto, que este año ha registrado una participación record tanto en lo tocante a la cantidad (16 textos presentados) como a la calidad (que ha hecho difícil determinar algunos premios, haciendo que en algunos casos se haya decidido concederlos ex aequo). Los hacemos públicos también aquí, para darles la máxima difusión, felicitando a todos los participantes y, muy en especial, a los premiados y avisando que la entrega tendrá lugar durante el Acto de despedida de los compañeros de 2º de Bachillerato, que tendrá lugar en el Instituto el próximo día 23 de junio a las 12:30 horas.
Os avisamos también de que iremos publicando los textos premiados, como prometimos, en sucesivas entradas en el orden en que vayamos recibiendo los textos en formato digital (por favor, los premiados haced llegar a alguno de los profesores del Departamento de Lengua Castellana y Literatura los documentos para facilitar la tarea).

RELACIÓN DE PREMIADOS

1º Y 2º DE ESO

Categoría "Relato"

Primer premio (ex aequo)
Una dulce amistad, de Ángela Serena
Un buen amigo, de Mario Sin

Segundo premio
Caminando hacia la esmeralda, de Jesús Coscolla

Categoría "Poesía"

Primer premio
Beso, de Melanie del Pino

Segundo premio (ex aequo)
Mi jardín, de Mario Sin
La pérdida de la esperanza, de Francis Frain

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3º Y 4º DE ESO

Categoría "Relato"

Primer premio
La dama de las rosas, de Zuria Fenton

Segundo premio
Crónica, de Alberto Sin

Categoría "Poesía"

Primer premio (ex aequo)
El barrio chino, de Jessica Frain
Ansias de venganza, de Zuria Fenton

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BACHILLERATO

Categoría "Relato"

Primer premio
El final de una nana, de Andrea Subirá

Segundo premio
El monte de las ánimas, de Jorge Franco

Categoría "Poesía"

Primer premio
La historia de dos amantes, de Julia Martínez

Segundo premio
Poesía a Selene, de Joshua Pelegay