miércoles, 2 de junio de 2010

"Salvando a Mildragos", por David Aguilar Cava (2º premio 2010, relato, 3º y 4º de ESO)

Nunca en mis sesenta y tres años había visto tanta gente en la plaza del pueblo. Me hice paso a través de la muchedumbre y allí vi a un joven subido en una silla. A unos metros de mí pude diferenciar a Martín, uno de mis grandes amigos. Fui hasta él y le pregunté qué pasaba. Él me respondió que aquel chico, que decía llamarse Renard, estaba advirtiéndonos que un ejercito francés quería conquistar todo el valle en el que estaba nuestro pueblo, Mildragos, y otros cuatro más. Seguramente querían controlar la zona debido a que éramos el paso más cómodo para el comercio entre Este y Oeste. Yo sospechaba que el muchacho era uno de ellos. Su nombre y su acento francés lo traicionaban y, además, ¿cómo iba a saber los planes que tenía el enemigo? Pero cómo saber si delataba a los suyos o era una estrategia para despistarnos. Entonces llegó Marco Sanz, que era la máxima autoridad militar del pueblo. Se paró a hablar con el joven predicador mientras uno de sus "ayudantes" pedía que todos permaneciésemos en la plaza. De repente, Marco y Renard se separaron de la gente para hablar en privado. No podíamos abandonar la plaza, teníamos que esperar, así que Martín intento sacar un tema para conversar, y me dijo:

—Gonzalo, ¿tú crees que nos harán luchar contra los franceses?

Yo como un ingenuo le contesté que con sesenta y tres y sesenta y dos años que teníamos no iban a obligarnos a luchar. Más que una ayuda, seríamos un estorbo. Poco después, volvía solo Marco, Renard ya no estaba. A continuación se subió a la silla y nos comunicó que un ejército francés quería conquistar el valle. Ya tenían el primer pueblo, Nuevavilla, el último y más pequeño de los lugares, situado en la desembocadura del río . El siguiente era La Puebla del Mar, el más grande de los cinco. Marco calculaba que les costaría unos cinco o seis días hacerse con ella si el ejercito francés era tan grande como le había dicho Renard. La empezarían a atacar en cuatro días, con lo que teníamos algo más de una semana para prepararnos. La sorpresa llegó cuando dijo que todos los varones de más de dieciséis años debían presentarse mañana al salir el sol en esta misma plaza. Nuestra gran decepción fue saber que no había límite de edad. Se necesitaba toda la ayuda posible.

A la mañana siguiente, fui a llamar a Martín para ir juntos a la plaza, pero su hija pequeña me dijo que ya había marchado. Fui a la plaza, apenas estábamos treinta personas, pero no conseguía ver a Martín. Iba llegando gente de todas las callejuelas que daban al lugar y, al cabo de un rato, lo encontré. Estaba en la herrería, todos teníamos que pasar por allí para conseguir la espada con la que lucharíamos. Cuando el herrero nos las dio, me di cuenta que ninguno de los dos podía apenas levantarla, ¿cómo íbamos a luchar así?

Pasaban los días y nos reuníamos cada mañana en una pradera cercana al pueblo. Allí entrenábamos. Éramos unos trescientos soldados novatos y los franceses eran cerca de quinientos, pero bien preparados. Nuestra única opción de victoria era una buena estrategia y esperar a que el ejército de La Puebla del Mar acabase por completo o con una parte importante del ejército francés. Ya habían pasado cuatro días desde la visita de Renard, y por lo menos Martín y yo seguíamos torpes y lentos con la espada. En la comida, el único descanso que nos dejaban, hablé con él y le dije que si íbamos así a la batalla, seríamos un blanco fácil, que casi no prestaríamos ayuda a nuestro bando. Él me dijo que no podíamos hacer otra cosa, que nuestra hora llegaría tarde o temprano y que debíamos luchar por nuestro pueblo. Le conteste que sí que debíamos ayudar, pero tal y como estamos ahora no haríamos nada.

—¡Deja de comerte la cabeza! —me contestó—, hay unas cien personas en nuestra situación, yo pienso que algo aportaremos, ¿no crees?

—¡Tengo una idea!, podríamos llevar arcos en vez de espadas —le respondí.

Pero él solo hacía que criticar la idea, que si daríamos a alguno de los nuestros, que si no sabíamos manejarlo muy bien, que tampoco teníamos ninguno… Es cierto que habíamos perdido práctica, aunque él de joven era uno de los mejores arqueros de la zona. Pero un día alcanzó a un niño del pueblo en el hombro sin querer y, desde entonces, no ha vuelto a tocar un arco. A partir de ese día, nos peleábamos por cualquier cosa. Él me veía a mí mientras practicaba y no quería acercarse.

Un día, Marco me vio con el arco y se dirigió hacia mí.

—¡¿Qué haces con eso Gonzalo?! —me preguntó.

Después de responderle que no podía combatir con la espada, me contestó que no entraban arqueros en la estrategia planeada. Yo me negué a coger de nuevo la espada y entonces Marco acabó cediendo. Tuvo una idea: yo tenía que atacar a los que viese que mandaban, es decir, a los rangos más altos. Eso creo que me lo dijo solo por sacarme del medio.

Sin embargo, yo seguía insistiéndole a Martín que llevase un arco, que haría más así por el pueblo. Pero él continuaba empeñado en usar únicamente la espada. Poco a poco nuestra amistad iba desapareciendo, cosa que no comprendí que en una semana cambiásemos tanto. Al día siguiente llegaron noticias de La Puebla del Mar. Se habían rendido y habían acabado solo con unos ciento cincuenta franceses, lo que nos seguía dejando en clara desventaja. En tres días atacarían Mildragos y lo más seguro era la derrota. Marco, al ver la clara desventaja, mandó a diez de sus hombres a reclutar soldados en pueblos cercanos. Solo había un camino desde La Puebla del Mar a Mildragos, y este atravesaba un bosque. Allí atacaríamos al ejercito francés.

Los hombres más jóvenes se dedicaban a colocar trampas por el camino, mientras los más ancianos acondicionábamos el terreno a gusto de Marco. Era ya por la noche y fui a hablar con Martín, no quería estar enfadado con él en la que seguramente sería nuestra última semana de vida. Llamé a la puerta. Me volvió a abrir su hija pequeña y allí lo vi, sentado frente al fuego. Me acerqué despacio, yo llevaba un arco y flechas en la mano. Se lo había comprado por si cambiaba de opinión. Nos pusimos a hablar y le dije que era una locura que saliese con la espada, así que le entregué el arco. Por un momento pensé que lo aceptaría, pero levantó la cabeza lentamente y me dijo que me fuese, que agradecía mi interés, pero que quería estar solo.

El día siguiente fue parecido. Seguíamos preparando el bosque. Era temprano, había niebla, sabíamos que mañana sería la batalla. En algún pequeño descanso, practicábamos. Ya llevábamos un rato allí en el bosque, cuando uno de los hombres de Marco anunció que contábamos con un ejército algo más grande que el nuestro reclutado en pueblos cercanos. Todos nos alegramos, pero no duraría mucho tiempo. A media mañana, cuando ya se había despejado por completo la niebla, un muchacho anunció que los franceses atacarían hoy por la tarde. Rápidamente, los hombres de Marco fueron a avisar a los soldados de otros pueblos.

Ya estábamos en nuestras posiciones, la ayuda aún no había llegado, cuando empezamos a oír ruido a lo lejos. Era el enemigo. Cuando llegaron al bosque, varios cayeron en las trampas y cuando se adentraron un poco más, salimos por sorpresa. Yo aguardaba en mi escondite, dentro de un arbusto, buscando algún alto rango enemigo. Ya me cansaba de esperar y alcancé con las flechas a tres soldados franceses, cuando a lo lejos vi a un hombre montado a caballo dando instrucciones. Tense el arco, apunte, y… ¡NO! La flecha solo le rozó el brazo. El francés busco a un lado y a otro de dónde provenía la flecha y allí me vio. Yo me asusté tanto cuando vi que galopaba rápidamente hacia mí, que en vez de disparar, salí corriendo. Él llegó a mi altura, levantó la espada. Yo miré hacia arriba y cuando me iba a dar, una flecha le atravesó el pecho. Cayó al suelo. A lo lejos distinguí a Martín, me había hecho caso y vino con el arco.

—¡Rápido, ven aquí, ahí estas en peligro! —me grito.

Yo me dirigí hacia él cuando, de repente, un francés me alcanzó con su espada. No era una gran herida, pero fue suficiente como para que me desplomase sobre el suelo. La vista se me empezó a nublar, ya no percibía la humedad que había en el ambiente, no distinguía las voces, no me quedaban fuerzas y cedí. Cerré los ojos.

Cuando desperté estaba en mi cama. Al mi lado estaban mi mujer, mi hija mayor y Martín. Intenté hablar, pero estaba muy débil. Ellos se limitaron a decirme que no hiciese esfuerzos. Martín se dio cuenta de cómo le intentaba dar las gracias por haberme salvado. Mi hija me dijo que tenía mucha suerte de estar vivo y yo sonreí. Cuando ya me encontré un poco mejor, les pregunté por la batalla. Ellos me miraron y me dijeron que habíamos ganado. Cuando ya parecía que estábamos perdidos, llegaron las tropas de ayuda y los franceses huyeron poco después. También me dijeron que recuperaron Nuevavilla y La Puebla del Mar. Entonces Martín se dirigió a mí y me pidió perdón por no haberme escuchado en todo este tiempo, que si hubiésemos ido con las espadas, seguramente no estaríamos aquí. Todo parecía feliz, pero la tristeza pronto nos pudo al saber todas las bajas que hubo en nuestro bando. Todos eran amigos, familiares, conocidos. Ese fue el precio que pagamos por mantener el pueblo en nuestras manos.

David Aguilar Cava, 4º A de ESO